Discos que escucho



Todos los días paso el cepillo que dejaste en el filo de la ventana al anaquel sobre el escusado.
Ese es su lugar.  A veces, lo hago unas dos o tres ocasiones al día.

Me resulta curioso que mientras discutimos sobre nuestro futuro incierto, pasamos desvelos y  hasta lloro, nunca me he preguntado si te amo, si me veo una mañana cargando un hijo tuyo;  para ser honesta, nunca recuerdo exactamente lo fundamental de esas peleas. Las vivo como un deporte, el acondicionamiento físico del ego, o algo así.  

Para mí todo sucede en el baño, cada día, mientras con fastidio paso el cepillo al anaquel. Son  apenas cuarenta y cinco centímetros de distancia. Una distancia que abarca todas nuestras incomprensiones, frustración y soledad. Es ahí donde me surge la duda de cómo llegué a amarte y en qué me he convertido.

Nadie sabe cómo nace el amor un día, pero sí sabemos cómo muere. Se diluye entre los cuarenta y cinco centímetros de monótono acomodo de un cepillo y los táperes de comida en el refrigerador que dejo perder  y te causan el exacto desamor por mi que ahora te describo.

Cuando nosotros ya no seamos, te prometo que voy a recordarte en mis mañanas antes de salir el trabajo, cuando vea la claridad de mi ventana, mi planta, mi libro y el cepillo en su lugar. Me preguntaré si esas tonterías me valieron mi camaraderil  y civilizado divorcio. Te pensaré con nostalgia, hasta que malvada, como soy, como siempre he sido, olvide que alguna vez allí hubo un cepillo y tus ojos grandes color almendra al despertar, olvidaré que te amé… y si te amé,  ¿qué?

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