Prolegómenos a toda mitología personal
Para Viamney, Joao, Pablo, Fernando, Job y Fotios, en estricto
orden de aparición; cada cual un Teseo a su manera. Con algo parecido al cariño
y segura re-signación.
I
Muchas veces, desde que era niña, me sentí abandonada. Por
supuesto, no sabría recordar cuándo aprendí a nombrar esa sensación y mucho
menos, cómo y de qué manera empecé a configurar parte de mi identidad a partir
de ese sentimiento; no sé tampoco, si probablemente vino a través del discurso
de mi madre, aunque no la escuche decir ni una sola vez, que mi padre me había
abandonado. Honestamente, haciendo justicia a este acto de prologar lo que
todavía no acaba de nacer, hay que decir que fue él mismo –Viamney, mi padre– quien que me dijo que, con todo su dolor y a favor del orden natural de la sociedad, me había
abandonado. En ese momento yo tenía 13 años. Fue la única ocasión que recuerdo
haber gritado a mi padre –no la única en que me volvió a explicar sus motivos,
para mi aburrimiento–. De ahí en adelante acepté su abandono más o menos con
cierta pasividad, como acepté muchas otras ocasiones el de amigos, camaradas,
amantes y claro, mi esposo, con quien vivo desde hace casi una década.
II
En realidad creo que muchas mujeres nos sentimos abandonadas y por
esa misma razón, desesperadas de reconocimiento. Es un circulo básico, aunque
puede tomar años traerlo al consciente –como todas las cosas básicas que nos
constituyen–: te abandonan –o así lo sientes–, asumes que no vale la pena estar
contigo, no eres suficiente para que alguien decida acompañarte. Entonces,
comienza una búsqueda desesperada por reconocimiento, que es en realidad mera
supervivencia: hay que decir, yo merezco. Yo
merezco, en mi caso, se volvió equivalente a decir yo existo, tal vez
porque fue mi propio padre, quien me negó este derecho, cuando no quiso
reconocerme. Esa necesidad de buscar un lugar en el mundo, en mí se configuró
en el desarrollo de ciertas habilidades, a veces dañinas y otras graciosas: una
inteligencia mordaz, para repeler las ausencias y para prevenir cualquier
abandono; cierta sensibilidad estética, para no volverme una ojete, dado el uso
excesivo de mi razón instrumental y bastante resistencia al sufrimiento físico
y emocional para probar al mundo que yo
merecía existir. Sin embargo, como toda rígida construcción, estas habilidades
se quebraban a cada rato y no me libraron de llantos, nuevos abandonos –sí, lo
que yo viví como abandonos– y, por supuesto, abusos. Estuve obligada a recoger
mis pedazos y pegarlos con cinta una y otra vez sin comprender por qué, a pesar
mis precauciones, me seguía sintiendo abandonada. A pesar de mis esfuerzos, yo
no era realmente yo, al menos, algo de
mi existencia seguía siendo inauténtico, artificial.
III
Ah, la autocomplacencia. Todo prolegómeno es el cimiento de algo,
pero yo todavía no estoy segura de qué es ese algo. Tal como San Agustín,
tengo, sin embargo, la oportunidad de definir la cosa por la vía negativa: aquí
Teseo no es un villano, pero tampoco un héroe. Constituirse como la víctima del
abandono sistemático es una reacción natural, necesaria, defensiva, pero
también esclavizante. Yo muchos años me sentí víctima –y con esto no quiero
decir que no era inocente– de seres casi mitológicos, superiores a mí en fuerza
y astucia. Me sentí como Ariadna en su despertar en Naxos, mirando a todos
lados, preguntándose ¿dónde está ese al que volví héroe?, ese que sin mí no
hubiera siquiera encontrado la puerta del laberinto de sí mismo ( Y en términos
no mitológicos que no hubiera hallado la puerta del baño, probablemente). Con
los años, sin embargo, y reencontrándome con la figura mitológica de Ariadna, me
cuestionó si ella realmente se preguntaba eso, pues, total, un despertar es una
vuelta a sí mismo y tú eres lo que eres, a fin de cuentas. Y Ariadna es la
reina de un laberinto. Es reina de sí misma y de sus profundidades. Mirando en
mi celular los cuadros que durante siglos se han hecho de ella, fantaseo
pensando que tal vez la hija predilecta de Minos dijo en voz alta: ¿Por qué
tuve miedo de mi laberinto? ¿por qué confíe mi reino a un rustico soldado ateniense
que sólo atino a matar a una criatura fascinante? Imagino todo esto mientras
espero que en un hospital psiquiátrico atiendan a una de las muchas mujeres que
visto entregar sus mejores años y cualidades al sufrimiento y a la
victimización. Estoy triste esperando en un pasillo, pero también estoy despierta
y eso, al mismo tiempo y de manera increíble, es lo más parecido a la felicidad.
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